
Hoy despotrico de este curioso entretenimiento. Y es que, desde pequeño, nunca he conseguido verle la gracia a estos ruidosos divertimentos. Si por lo menos creasen efectos bonitos como los fuegos artificiales, entendería su encanto. Pero el ruidismo por el ruidismo. Pues que queréis que os diga. No lo conchabo.
Su asociación con la navidad y el año nuevo tampoco la entiendo. Es dar la duodécima campanada y ya están atronando con el petardeo por las terrazas. ¿Es que no brindan?. Pues no, dale que dale con los petarditos. Vienen a ser un poco como Manolo el del bombo. Un dar la murga vocacional.
¿Y los buscapiés?. Esos artefactos malévolos que rebotan contra todo y pueden ocasionar quemaduras graves. Ni siquiera hacen ruido. Entonces podemos deducir que el objetivo de los petardos no es hacer ruido, es dar por saco. Ya sea por ensordecimiento o quemadura.
El paraíso del petardo es la comunidad valenciana. Allí todo es ruido. Los coches tontunning, la música bacaladera, los petardos. Es tal la cultura petardera que en las bodas en vez de tirar arroz o pétalos de rosa a los novios les tiran petardos. Vamos que la novia puede acabar vistiendo del atleti. Pero en vez de rayas, manchas. Lo normal allí es tener uno o varios dedos amputados, o una falange. El culmen de este éxtasis pirotécnico son las fiestas populares valencianas. Yo he vivido la nit del foc en Elche y la recuerdo como una pesadilla infernal. Es probable que en el desembarco de normandía hubiese menos ruido y jaleo. Petardos, cohetes y buscapiés por todas partes, y el riesgo de morir en llamas en la mente. De hecho me cayó un cohete encima y aunque mi padre me lo quitó de encima de un manotazo la camisa quedó con un souvenir ilicitano en forma de agujero. Podemos entonces deducir que lo que la dama de Elche tiene cubriéndole las orejas (en plan princesa Leia) no es pelo sino tapones para los oídos.